De la mano de la última fase de la globalización, de la creciente
desigualdad, de la crisis y del final de un modelo de crecimiento económico, la
idea de la lucha de clases está de regreso en Occidente. Y esta vez vuelve de la
mano no solo de analistas neomarxistas, sino de un financiero como George Soros, o de
sociólogos que han alertado sobre lo que está ocurriendo en estas sociedades
occidentales. La idea de lucha, conflicto o guerra de clases vuelve a los
análisis. Aunque no en la forma clásica.
Estados Unidos era un país profundamente optimista en términos sociales. Hace tan solo unos años, algunas encuestas indicaban que un 30% de los ciudadanos se consideraba perteneciente al 10% más rico. Hoy, según una reciente encuesta del Centro Pew, un 69% —19 puntos más que en 2009— de los norteamericanos —especialmente entre blancos de ingresos medios— piensa que el conflicto entre clases es la mayor fuente de tensión en su sociedad, claramente por encima de la fricción entre razas o entre inmigrantes y estadounidenses. George Soros, en una entrevista en Newsweek, habla de la “guerra de clases que está llegando a EE UU”. En muchos casos, sin embargo, se confunde conflicto entre clases con conflictos entre ricos y pobres.
Pues la tensión se da entre ricos y pobres o, por precisar, entre muy ricos y muy pobres. El movimiento Ocupa Wall Street y otros centros urbanos se presentan como la defensa del 99% frente al 1% más rico (que en realidad es aún menor). Y es que la desigualdad ha crecido en EE UU y, con ella, como recogía un reportaje de The New York Times, la movilidad social se ha reducido en ese país, debilitándose así la idea de la sociedad de oportunidades.
El filósofo esloveno, marxista (o, más precisamente, como le ha gustado definirse, leninista-lacaniano), Slavoj Zizek, en un artículo en The London Review of Books, aborda este tipo de protestas. “No son protestas proletarias”, señala, “sino protestas contra la amenaza de convertirse en proletarios”. Y añade: “La posibilidad de ser explotado en un empleo estable se vive ahora como un privilegio. ¿Y quién se atreve a ir a la huelga hoy día, cuando tener un empleo permanente es en sí un privilegio?”.
Zizek habla del surgimiento de una “nueva burguesía”, que ya no es propietaria de los medios de producción, sino que se ha “refuncionalizado” como gestión asalariada. “La burguesía en su sentido clásico tiende a desaparecer”, indica. Resurge como un “subconjunto de los trabajadores asalariados, como gestores cualificados para ganar más en virtud de su competencia”, lo que para el filósofo se aplica a todo tipo de expertos, desde administradores a doctores, abogados, periodistas, intelectuales y artistas. Cita como alternativa el modelo chino de un capitalismo gerencial sin una burguesía.
Como señala el economista Michael Spence en Foreign Affairs, los efectos de la globalización en las sociedades occidentales han sido benignos hasta hace una década. Las clases medias y las trabajadoras de las sociedades desarrolladas se beneficiaron de ella al disponer de productos más baratos, aunque sus sueldos no subieran. Pero a medida que las economías emergentes crecieron, desplazaron actividades de las sociedades industrializadas a las emergentes, afectando al empleo y a los salarios ya no solo de las clases trabajadoras, sino de una parte importante de las clases medias, que se sienten ahora perdedoras de la globalización y de las nuevas tecnologías. Ya se ha hecho famosa la pregunta de Obama a Steve Jobs, el fundador de Apple, cuando en febrero de 2011 le planteó por qué el iPhone no se podía fabricar en EE UU. “Esos empleos no volverán”, replicó Jobs. La respuesta no trató solo de los salarios, sino de la capacidad y flexibilidad de producción.
El crecimiento de la desigualdad de los últimos años no es algo únicamente propio de EE UU, sino de casi todas las sociedades europeas, incluida España, a lo que contribuye el crecimiento del paro y se suma la creciente sensación de inseguridad que ha aportado la globalización. Hoy se sienten perdedores de la última fase de la globalización, de la crisis y de las nuevas tecnologías no solo las comúnmente llamadas clases trabajadoras, sino también las clases medias en EE UU y Europa.
Las sociedades posindustriales se han vuelto menos igualitarias. De hecho, EE UU vive su mayor desigualdad en muchas décadas. El sociólogo conservador estadounidense Charles Murray, en su último libro, Drifting apart (Separándose), ha llamado la atención sobre cómo en su país hace 50 años había una brecha entre ricos y pobres, pero no era tan grande ni llevaba a comportamientos tan diferentes como ahora. Los no pobres, de los que hablaba Richard Nixon, se han convertido en pobres. Aunque para Murray la palabra “clase” no sirve realmente para entender esta profunda división. Murray ve su sociedad divida en tribus; una arriba, con educación superior (20%), y una abajo (30%). Y entre ellas hay grandes diferencias de ingresos y de comportamiento social (matrimonios, hijos fuera del matrimonio, etcétera).
Otros añaden la crisis que en ambos lados del Atlántico están atravesando las clases medias. Refiriéndose a Francia, aunque con un marco conceptual que se aplica perfectamente a otras sociedades como la española, el sociólogo francés Camille Peugny, en un libro de 2009, alertó sobre el fenómeno de “desclasamiento”, un temor a un descenso social que se ha agravado con la crisis que agita no solo a las clases populares “que se sienten irresistiblemente atraídas hacia abajo”, sino también a las clases medias “desestabilizadas y a la deriva”. El desclasamiento, generador de frustración, se da también como un factor entre generaciones.
Y tiene efectos políticos. Según Peugny, los desclasados tienden a apoyar el autoritarismo y la restauración de los valores tradicionales y nacionales. Producen una derechización de la sociedad, frente a una izquierda que sigue insistiendo en un proceso de redistribución de la riqueza y las oportunidades que ya no funciona. Está claro que, en Francia, una gran parte del voto al Frente Nacional de Marine Le Pen, que le come terreno a Sarkozy, proviene de lo que tradicionalmente se llamaba clase obrera. O, ahora, de esa nueva clase en ciernes que algunos sociólogos llaman el precariado, pues las categorías anteriores ya no sirven.
En otras sociedades pueden darse otras reacciones. Así, en la Grecia castigada, las encuestas muestran que tres partidos de extrema izquierda (Izquierda Democrática, el Partido Comunista y Syriza) suman entre ellos 42% de la intención de voto, mientras los socialistas del Pasok (8%) se han derrumbado y Nueva Democracia domina el centro-derecha con un 31%.
Por primera vez en estos últimos años, la globalización, con el auge de las economías emergentes, especialmente China, está afectando no ya a los salarios de la clase baja, sino también a los empleos y remuneraciones de las clases medias de las economías desarrolladas. También con consecuencias políticas. Francis Fukuyama, que se hizo famoso con su artículo sobre “el fin de la historia” y el triunfo de la democracia liberal, ahora, en una última entrega sobre “el futuro de la historia”, también en Foreign Affairs, se pregunta si realmente la democracia liberal puede sobrevivir al declive de la clase media. “La forma actual del capitalismo globalizado”, escribe quien fuera uno de sus grandes defensores, “está erosionando la base social de la clase media sobre la que reposa la democracia liberal”. Tampoco hay realmente una alternativa ideológica, señala, pues el único modelo rival es el chino, “que combina Gobierno autoritario y una economía en parte de mercado”, pero que no es exportable fuera de Asia, afirmación que resulta cuestionable. Pero coincide con algo de lo que vienen alertando también otros intelectuales, como Dani Rodrik, que plantean ya abiertamente dudas sobre las virtudes de la globalización en su actual conformación.
Recientemente, Guy Standing, catedrático de Seguridad Económica de la Universidad de Bath (Reino Unido), publicó un libro en el que desarrolla su análisis sobre lo que califica como una “nueva clase peligrosa”.
Para Standing, esta nueva clase había estado creciendo como una realidad escondida de la globalización —que ha supuesto una nueva Gran Transformación— que ha llegado a la superficie con la crisis que se inició en 2008. El sociólogo británico lo ve como un “precariado global” de varios millones de personas en el mundo que carecen de todo anclaje de estabilidad. No es parte de la “clase obrera” ni del “proletariado clásico”, términos menos útiles cuando la globalización ha fragmentado las estructuras nacionales de clase. Es una clase en creación, formada por un número creciente de personas —Standing calcula que una cuarta parte de los adultos de las sociedades europeas se pueden considerar precariado— que caen en situaciones de precariedad, que supone una exclusión económica y cultural. La caída en el desempleo y la economía sumergida es parte de la vida del precariado. También sus diferencias en formación con la élite privilegiada y la pequeña clase trabajadora técnicamente instruida.
Son “nómadas urbanos” que no comparten una identidad por el tipo de ocupación, pues esta cambia, pero sí por cuatro características: “La ira, la anomía, la ansiedad y la alienación”. No son solo jóvenes, sino que también mayores engrosan sus filas ante la crisis del sistema de pensiones. Y son personas que a menudo han tenido que romper con sus lugares de origen, adaptarse constantemente a nuevos entornos, a un coste psicológico elevado. Según Standing, es una “clase peligrosa” pues es pasto de todo tipo de populismos y extremismos, incluido el nacionalismo exacerbado, el proteccionismo y el antieuropeísmo. Por lo que se requieren medidas para evitar que siga creciendo.
Estados Unidos era un país profundamente optimista en términos sociales. Hace tan solo unos años, algunas encuestas indicaban que un 30% de los ciudadanos se consideraba perteneciente al 10% más rico. Hoy, según una reciente encuesta del Centro Pew, un 69% —19 puntos más que en 2009— de los norteamericanos —especialmente entre blancos de ingresos medios— piensa que el conflicto entre clases es la mayor fuente de tensión en su sociedad, claramente por encima de la fricción entre razas o entre inmigrantes y estadounidenses. George Soros, en una entrevista en Newsweek, habla de la “guerra de clases que está llegando a EE UU”. En muchos casos, sin embargo, se confunde conflicto entre clases con conflictos entre ricos y pobres.
Pues la tensión se da entre ricos y pobres o, por precisar, entre muy ricos y muy pobres. El movimiento Ocupa Wall Street y otros centros urbanos se presentan como la defensa del 99% frente al 1% más rico (que en realidad es aún menor). Y es que la desigualdad ha crecido en EE UU y, con ella, como recogía un reportaje de The New York Times, la movilidad social se ha reducido en ese país, debilitándose así la idea de la sociedad de oportunidades.
El filósofo esloveno, marxista (o, más precisamente, como le ha gustado definirse, leninista-lacaniano), Slavoj Zizek, en un artículo en The London Review of Books, aborda este tipo de protestas. “No son protestas proletarias”, señala, “sino protestas contra la amenaza de convertirse en proletarios”. Y añade: “La posibilidad de ser explotado en un empleo estable se vive ahora como un privilegio. ¿Y quién se atreve a ir a la huelga hoy día, cuando tener un empleo permanente es en sí un privilegio?”.
Zizek habla del surgimiento de una “nueva burguesía”, que ya no es propietaria de los medios de producción, sino que se ha “refuncionalizado” como gestión asalariada. “La burguesía en su sentido clásico tiende a desaparecer”, indica. Resurge como un “subconjunto de los trabajadores asalariados, como gestores cualificados para ganar más en virtud de su competencia”, lo que para el filósofo se aplica a todo tipo de expertos, desde administradores a doctores, abogados, periodistas, intelectuales y artistas. Cita como alternativa el modelo chino de un capitalismo gerencial sin una burguesía.
Como señala el economista Michael Spence en Foreign Affairs, los efectos de la globalización en las sociedades occidentales han sido benignos hasta hace una década. Las clases medias y las trabajadoras de las sociedades desarrolladas se beneficiaron de ella al disponer de productos más baratos, aunque sus sueldos no subieran. Pero a medida que las economías emergentes crecieron, desplazaron actividades de las sociedades industrializadas a las emergentes, afectando al empleo y a los salarios ya no solo de las clases trabajadoras, sino de una parte importante de las clases medias, que se sienten ahora perdedoras de la globalización y de las nuevas tecnologías. Ya se ha hecho famosa la pregunta de Obama a Steve Jobs, el fundador de Apple, cuando en febrero de 2011 le planteó por qué el iPhone no se podía fabricar en EE UU. “Esos empleos no volverán”, replicó Jobs. La respuesta no trató solo de los salarios, sino de la capacidad y flexibilidad de producción.
El crecimiento de la desigualdad de los últimos años no es algo únicamente propio de EE UU, sino de casi todas las sociedades europeas, incluida España, a lo que contribuye el crecimiento del paro y se suma la creciente sensación de inseguridad que ha aportado la globalización. Hoy se sienten perdedores de la última fase de la globalización, de la crisis y de las nuevas tecnologías no solo las comúnmente llamadas clases trabajadoras, sino también las clases medias en EE UU y Europa.
Las sociedades posindustriales se han vuelto menos igualitarias. De hecho, EE UU vive su mayor desigualdad en muchas décadas. El sociólogo conservador estadounidense Charles Murray, en su último libro, Drifting apart (Separándose), ha llamado la atención sobre cómo en su país hace 50 años había una brecha entre ricos y pobres, pero no era tan grande ni llevaba a comportamientos tan diferentes como ahora. Los no pobres, de los que hablaba Richard Nixon, se han convertido en pobres. Aunque para Murray la palabra “clase” no sirve realmente para entender esta profunda división. Murray ve su sociedad divida en tribus; una arriba, con educación superior (20%), y una abajo (30%). Y entre ellas hay grandes diferencias de ingresos y de comportamiento social (matrimonios, hijos fuera del matrimonio, etcétera).
Otros añaden la crisis que en ambos lados del Atlántico están atravesando las clases medias. Refiriéndose a Francia, aunque con un marco conceptual que se aplica perfectamente a otras sociedades como la española, el sociólogo francés Camille Peugny, en un libro de 2009, alertó sobre el fenómeno de “desclasamiento”, un temor a un descenso social que se ha agravado con la crisis que agita no solo a las clases populares “que se sienten irresistiblemente atraídas hacia abajo”, sino también a las clases medias “desestabilizadas y a la deriva”. El desclasamiento, generador de frustración, se da también como un factor entre generaciones.
Y tiene efectos políticos. Según Peugny, los desclasados tienden a apoyar el autoritarismo y la restauración de los valores tradicionales y nacionales. Producen una derechización de la sociedad, frente a una izquierda que sigue insistiendo en un proceso de redistribución de la riqueza y las oportunidades que ya no funciona. Está claro que, en Francia, una gran parte del voto al Frente Nacional de Marine Le Pen, que le come terreno a Sarkozy, proviene de lo que tradicionalmente se llamaba clase obrera. O, ahora, de esa nueva clase en ciernes que algunos sociólogos llaman el precariado, pues las categorías anteriores ya no sirven.
En otras sociedades pueden darse otras reacciones. Así, en la Grecia castigada, las encuestas muestran que tres partidos de extrema izquierda (Izquierda Democrática, el Partido Comunista y Syriza) suman entre ellos 42% de la intención de voto, mientras los socialistas del Pasok (8%) se han derrumbado y Nueva Democracia domina el centro-derecha con un 31%.
Por primera vez en estos últimos años, la globalización, con el auge de las economías emergentes, especialmente China, está afectando no ya a los salarios de la clase baja, sino también a los empleos y remuneraciones de las clases medias de las economías desarrolladas. También con consecuencias políticas. Francis Fukuyama, que se hizo famoso con su artículo sobre “el fin de la historia” y el triunfo de la democracia liberal, ahora, en una última entrega sobre “el futuro de la historia”, también en Foreign Affairs, se pregunta si realmente la democracia liberal puede sobrevivir al declive de la clase media. “La forma actual del capitalismo globalizado”, escribe quien fuera uno de sus grandes defensores, “está erosionando la base social de la clase media sobre la que reposa la democracia liberal”. Tampoco hay realmente una alternativa ideológica, señala, pues el único modelo rival es el chino, “que combina Gobierno autoritario y una economía en parte de mercado”, pero que no es exportable fuera de Asia, afirmación que resulta cuestionable. Pero coincide con algo de lo que vienen alertando también otros intelectuales, como Dani Rodrik, que plantean ya abiertamente dudas sobre las virtudes de la globalización en su actual conformación.
El peligro del ‘precariado’
Hace ya algún tiempo, la Fundación Friedrich Ebert (socialdemócrata) había desarrollado el concepto de precariado, referido a un estrato social, dentro del proceso de transformación posindustrial, cada vez más desconectado del resto de la sociedad alemana y que elaboraron también politólogos como Frans Becker y René Cuperus. A menudo, son gente que vive en familias monoparentales y sufren enfermedades crónicas. No votan ni emiten votos protesta y desconfían de las instituciones políticas.Recientemente, Guy Standing, catedrático de Seguridad Económica de la Universidad de Bath (Reino Unido), publicó un libro en el que desarrolla su análisis sobre lo que califica como una “nueva clase peligrosa”.
Para Standing, esta nueva clase había estado creciendo como una realidad escondida de la globalización —que ha supuesto una nueva Gran Transformación— que ha llegado a la superficie con la crisis que se inició en 2008. El sociólogo británico lo ve como un “precariado global” de varios millones de personas en el mundo que carecen de todo anclaje de estabilidad. No es parte de la “clase obrera” ni del “proletariado clásico”, términos menos útiles cuando la globalización ha fragmentado las estructuras nacionales de clase. Es una clase en creación, formada por un número creciente de personas —Standing calcula que una cuarta parte de los adultos de las sociedades europeas se pueden considerar precariado— que caen en situaciones de precariedad, que supone una exclusión económica y cultural. La caída en el desempleo y la economía sumergida es parte de la vida del precariado. También sus diferencias en formación con la élite privilegiada y la pequeña clase trabajadora técnicamente instruida.
Son “nómadas urbanos” que no comparten una identidad por el tipo de ocupación, pues esta cambia, pero sí por cuatro características: “La ira, la anomía, la ansiedad y la alienación”. No son solo jóvenes, sino que también mayores engrosan sus filas ante la crisis del sistema de pensiones. Y son personas que a menudo han tenido que romper con sus lugares de origen, adaptarse constantemente a nuevos entornos, a un coste psicológico elevado. Según Standing, es una “clase peligrosa” pues es pasto de todo tipo de populismos y extremismos, incluido el nacionalismo exacerbado, el proteccionismo y el antieuropeísmo. Por lo que se requieren medidas para evitar que siga creciendo.
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